Diario: Diario de Noticias
Fecha: 04/07/2002
Palabras clave: Drogadictos, Toxicómanos, Heroína, Navarra
Tema: Tabaco
Navarra: el nuevo paraíso de los drogadictos
Por Fabricio de Potestad Menéndez. Médico Psiquiatra
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A droga, como ya advirtiera Baudelaire, ser de soledades y desdichas, es la falsa inspiración de los poetas malditos, una lucidez inútil, que finalmente nos ha traído la delincuencia y el sida, como el día trae la noche. En lo que llevamos de año ya he podido ver como la blanca hoguera, que levanta su fogata en la plaza de San Francisco o en los bares de la Jarauta, se ha cobrado ya numerosas víctimas. La droga está, sin duda, ensombreciendo esta nueva era con su oscuridad surrealista, con la lobreguez fatal de su violento paso del tiempo, de reloj remiso, blando, reptante y daliniano. No he vuelto a saber nada de esos cadáveres de esquina, de su catarro metafísico, ni de la música de funeral de sí mismos.
El aumento de la marginación social, el progresivo incremento de la inmigración y la penetración fácil de la droga, han determinando un crecimiento de consumidores de opiáceos tan elevado que ha llegado a constituir un grave problema social. Surgió así la necesidad de vigilar a estos grupos peligrosos; sobre todo por el miedo y la inseguridad que provocan en la población y por la necesidad de controlar la propagación de enfermedades infectocontagiosas y disminuir la criminalidad. Como respuesta se han implantado los programas de disminución de daños y riesgos, es decir, la dispensación de metadona, opiáceo de síntesis, sin apenas formalidades. Se pretendía así preservar al toxicómano, en la medida de lo posible, de los efectos negativos de la marginación social y la ilegalidad, suprimir el síndrome de abstinencia y tener al drogadicto en una situación de dependencia de la institución dispensadora del narcótico de síntesis.
La estrategia, en principio, era aparentemente sencilla: en primer lugar, se trataba de disminuir la responsabilidad personal y penal de los toxicómanos respecto de sus actos y, en segundo lugar, implantar la dispensación normalizada de metadona en un probo escenario sanitario o parasanitario, esto es, en los centros de salud mental y en las farmacias. Faltaba sólo una hábil operación cosmética destinada a tranquilizar la conciencia de la sociedad, que miraba con recelo el proyecto, y a persuadir a los profesionales de la salud mental de las bondades de dicho programa. Los profesionales de la salud nos vimos, de la noche a la mañana, reconvertidos de sanadores en dispensadores de drogas. Y claro está, se nos ha quedado una cara tontoide, alada y semilíquida, muy similar a la de Arias Navarro en su trance histórico más célebre.
La realidad, hoy, es que los toxicómanos siguen consumiendo heroína, admito que, probablemente, en menor cantidad, fuman cannabis, esnifan cocaína, se atiborran de tranquilizantes y no se privan del alcohol. Continúan, además, cometiendo delitos, es posible que con menor incidencia, aunque, escandalosamente, casi nunca cumplen las penas de privación de libertad, pues las conmutan por un cómodo e injusto tratamiento ambulatorio, que consiste en acudir, unos minutos por semana al centro de salud mental para proveer sus despensas de metadona, tranquilizantes y cuantas otras ayudas puedan obtener, muchas veces con amenazas. A esto hay que añadir que en los centros sanitarios de dispensación, se ha instaurado un clima desabrido que afecta al confort del resto de usuarios, incluidos los niños, que se ven obligados a soportar escenas desagradables y situaciones de tensión innecesaria. Y por último, los profesionales de la salud mental nos vemos sometidos a una serie de estresores, ajenos a nuestra tarea específica, derivados de la confrontación directa y constante con este tipo de pacientes difíciles y, en ocasiones, violentos.
Sin embargo, los pacientes drogodependientes parecen, paradójicamente, intocables. Es como si se les hubiera dado patente de corso para hacer lo que les venga en gana. Los toxicómanos, en un abrir y cerrar de ojos, han pasado de ser sujetos de un vicio depravado a ser enfermos que gozan de ciertos privilegios que, en mi modesta opinión, poco benefician su proceso de rehabilitación.
Cuando escuchamos el relato de cualquier delito cometido por un toxicómano durante un proceso judicial, da la impresión de ser un proceso sin sujeto. En el alegato exculpatorio de la defensa, basado en informes psiquiátricos y sociales, los actos dotados de clara intencionalidad, tendente a obtener un claro provecho personal, se atribuyen a curiosas causas, muy populares por cierto, como el síndrome de abstinencia, la necesidad imperiosa o el impulso irresistible, que terminan por exculpar al toxicómano de cualquier voluntariedad. El drogadicto parece así una víctima inocente de extrañas y misteriosas influencias, por lo que se le considera una especie de enajenado al que casi hay que pedir disculpas por la comisión de delitos.
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L eficaz ropaje leguleyo nos presenta a una especie de robot averiado que, despojado de voluntad y presa de un impulso irrefrenable, se ve impelido a obrar. La avería viene determinada por la intersección de múltiples causas: biográficas, laborales, económicas, familiares y sociales, además, claro está, de la droga consumida. La práctica adictiva y las conductas antisociales que de esta se derivan, parecen así reducidas a un acto robótico, desprovisto de cualquier intencionalidad y responsabilidad personal.
Nada más lejos de la realidad. El impulso irresistible de drogarse no es otra cosa que deseo premeditado de drogarse. El toxicómano es, pues, un sujeto dueño de sus actos. Actúa libremente, ordenando sus acciones, una detrás de otra, según una secuencia perfectamente lógica, encaminada a la prosecución de un fin, y en la que el deseo actúa sólo como motor de la voluntad.
Aceptarse como sujeto o perderse como tal en un largo discurso de metáforas invalidantes de la voluntad y, por lo tanto, de la libertad, supone para el toxicómano un dilema fundamental. La primera opción le conduce a recuperar su libre albedrío, es decir, a ser responsable de sus propias acciones. Cada nuevo consumo y cada comportamiento antisocial implica la comisión de un acto responsable y moral, lo que le confirma, le guste o no, como sujeto enviciado y culpable. La segunda opción, le conduciría a sentir el proceso de drogarse como una especie de posesión demoníaca susceptible de exorcismos, que consisten en tratamientos, paradójicamente, con drogas alternativas como la metadona. Se transforma así en un enfermo que ha perdido el control de sus actos, por lo que ya no puede elegir y al que poco o nada se le puede exigir.
Pero esa descomposición del sujeto libre y responsable en un sistema nervioso averiado, incapacita al toxicómano para la asunción de la autoría de sus actos y le impide su rehabilitación personal, que pasa inexcusablemente por la asunción responsable del daño causado.
El legajo de informes realizados por psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales y por otros expertos en los que hoy se ha disuelto la función de reprogramación de la alquimia de la desviación social, no hace otra cosa sino cerrar la única vía posible de rehabilitación social del drogadicto. De ahí que nada sea más injusto que la exculpación del delito cometido por un toxicómano. Ante un daño causado a un semejante sólo cabe la culpa, y sólo a través de ella es posible la reparación.
El hecho de ser toxicómano, para colmo, parece dar derecho a la obtención de numerosos privilegios como el acceso a la formación laboral, trabajo municipal protegido, acceso fácil, caprichoso y preferente a la asistencia sanitaria o ayudas económicas u otras. Parece claro que la etiqueta de toxicómano representa un diploma acreditativo que permite la circulación por un circuito social privilegiado, al que otros pacientes, sin duda más graves y necesitados, no tienen acceso, ya que se ven obligados a luchar con sus propios medios en el duro y competitivo camino del mercado. Y son tantas las facilidades que se dan en Navarra que ya existen flujos migratorios de drogadictos que acuden desde otras comunidades a este nuevo paraíso de la droga.
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STAMOS empeñados en considerar a las toxicomanías como una enfermedad, como un trastorno de la voluntad y del control de los impulsos. Rara vez, en cambio, hemos pensado en la drogadicción, en parte al menos, como simple simulación, por más que muchos de sus síntomas sean fingidos. La peregrinación de los toxicómanos por diversos servicios sanitarios contando mentiras, aprovechándose de la candidez de sanitarios e incluso intimidando a éstos con insultos y amenazas, al objeto de ser atendidos urgentemente, obtener cuantas medicaciones soliciten, o cuantas ayudas económicas y sociales puedan, es un hecho, por desgracia, habitual.
Lo cierto es que el toxicómano, en cuanto a falsario y agresivo, transgrede la veracidad y la confianza necesaria del vínculo médico-enfermo, es decir, dos de las condiciones esenciales para que esta relación sea eficaz, y en esa medida él mismo se excluye de las ventajas éticas y técnicas que amparan dicha relación. Sin embargo, sus engaños y sus actitudes agresivas, lejos de reportarle perjuicios, le producen beneficios y privilegios, que refuerzan lógicamente su comportamiento. Los drogadictos son, en efecto, sujetos cuya responsabilidad ha sido fatalmente estrangulada por el efecto redentor de la psiquiatrización de sus conductas.
Es por ello que considero necesario revisar el abordaje de los toxicómanos, tendiendo a devolver a cada individuo la libertad y la obligación de asumir los riesgos vitales en sus elecciones, sin presumir que, en caso de desgracia, un técnico vaya a reformular y resolver de forma profesional las consecuencias de su drama vital.
La inepcia de los toxicómanos, desposeídos de responsabilidad, para comportarse de acuerdo con la norma y para asumir las consecuencias de sus actos, les lleva a no ser capaces de romper un círculo vicioso que está en ellos mismos. Su única redención posible pasa, inevitablemente, por asumirse como sujetos responsables de sus consumos y de sus actos.
En fin, este nuevo siglo, liberal y monetarista, que parecía dispuesto a acabar con la heroína o a legalizarla, al final, ha terminado por contemplarse impasible en la pira nocturna de la droga.
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