No se nos olvida que seguimos arrastrando un “pequeño” problema a expensas del alcohol, aunque a muchos se les pase por alto y a otros pocos se le pongan los pelos de punta cuando pasean por calles, playas, plazas y parques, viendo el singular espectáculo de hordas juveniles saciando su sed alcohólica, embebidos en una gran botella que los consume, los anula y los hace parecer lo que no son. El estar inmersos en una cultura, donde el alcohol capitaliza gran parte de los “buenos usos sociales” alrededor de una copa, no justifica, en absoluto, que la permisividad social sea tan ancha como para hacer dejación de leyes, normas y pautas de comportamiento, que se alejan bastante de lo que podríamos denominar civismo y sana convivencia.
A lo largo de los tiempos, se han ido probando diferentes fórmulas para atajar el problema del alcohol, desde las más recalcitrantes prohibiciones –como la tristemente famosa Ley Seca americana- hasta las más optimistas y sinceras medidas preventivas actuales, basadas en la educación, que tienen unos altibajos pronunciados, dependiendo de la época, pero que no se atisba como la solución definitiva. La forma de beber alcohol está sujeta a modas, como muchas otras cosas, pero sorteando las maneras singulares de beber, nunca se ha experimentado un periodo abstinente, ni siquiera moderado, en aquellos países que tienen la consabida cultura del alcohol (que no del vino). Las tradiciones arrastran a que las generaciones, de una manera paulatina y continua, cultiven los usos y costumbres de sus ancestros introduciendo algunas modificaciones, que la actualidad marca como interesantes o novedosas, incluso también como rompedoras. Por ello, el uso del llamado “botellón” se extiende como la pólvora entre grandes sectores de jóvenes, sin distinguir entre ricos o pobres, hombres o mujeres, trabajadores o estudiantes; todos se aúnan en la tendencia de beber por beber, haciéndolo en cualquier lugar –preferiblemente en la calle y espacios abiertos-, pero siempre con la intención de buscar el “punto” para prepararse a lo que consideran diversión.
Ahora entramos en la temporada alta del botellón, cuando las temperaturas acompañan al noctámbulo a hacer la noche suya, cuando no hace falta madrugar al día siguiente porque hay pocas cosas que hacer o, simplemente, da un poco igual hacerlas mejor o peor. Los locales de ocio han subido los precios –desde la llegada del euro todo es mucho más caro y el alcohol no se ha salvado de la quema- por lo que comprar en cualquier comercio abarata las copas, aunque para ello haya que tomar la calle. La edad de los compradores no es un gran inconveniente, a pesar de que la Ley 4/2002, de 18 de junio, de la Generalitat Valenciana, por la que se modifica la Ley 3/1997, de 16 de junio, sobre Drogodependencias y Otros Trastornos Adictivos, en su artículo 18, prohíbe taxativamente la venta de alcohol a menores de 18 años. Sin tener que rebuscar mucho, la otra tarde en un establecimiento comercial, asistí a la venta de bebidas de alta graduación, sin ningún problema, a un grupo que evidenciaban ser menores de edad. Al increpar a la cajera y preguntarle por qué no les había exigido el carné de identidad para verificar su mayoría de edad, me contestó que conocía a uno de ellos por otras veces que habían venido a comprar y le había acreditado tener más de dieciocho años. No obstante, me relató más de un caso, en los que menores sin documentación, habían pasado la bebida gracias a otros clientes, que estando en la cola, habían comprado la bebida para que los jóvenes se la llevaran.
La penosa realidad es, que si no fuera por las graves consecuencias que conlleva abusar del alcohol –embarazos no deseados, enfermedades de transmisión sexual, accidentes de tráfico, comas etílicos, ruidos molestos, malos olores y suciedad, peleas y altercados- posiblemente no estuviera tan mal visto el que nuestros chavales bebieran; de hecho cuando lo hacen en locales cerrados el problema pasa mucho más desapercibido e incluso parece que no existe. La percepción de riesgo aumenta con la edad y es una evidencia que los más jóvenes carecen de cualquier temor, llegando a pensar que si ha de ocurrir algo grave por beber o por trasgredir una norma, le ocurrirá siempre a los demás nunca a uno mismo; en cambio, para los adultos los riesgos son tan contundentemente claros, que no somos capaces de digerir esos comportamientos sin el miedo a las consecuencias.
Beber en la calle tiene su duende, haciendo que unos y otros se dejen arrastrar por él sin el menor recato, sigilo o pudor. Las mezclas alcohólicas que llevan dentro los botellones suelen ser más que explosivas, en ocasiones hasta mortíferas, pero esto no es obstáculo para que entren en la fiesta del alcohol, brinden en la noche y amanezcan envueltos en vapores ásperos de resaca. Mañana ya veremos, pero hoy es el día de la vanguardia para el duende del botellón.
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